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sábado, 9 de junio de 2012

El camino al descubrimiento del ADN



Rolando Ísita Tornell*


En 1865, cuando el monje agustino Gregor Mendel transformó el arte de los cultivos agrícolas, comenzó una nueva ciencia: la genética. De ahí al descubrimiento de la estructura molecular del ADN y a la comprensión de su significado para la transferencia de información en el material viviente transcurrió casi un siglo.

Mendel nació en Heizendorf, hoy República Checa; fue un excelente estudiante con alma renacentista, interesado lo mismo en la física que en la química y la zoología, materias que cursó en la Universidad de Viena. Aunque no tenía vocación de clérigo, optó por el hábito y dedicó ocho años de su sacerdocio a descubrir las leyes de la herencia que le valieron el apelativo de "padre de la genética"; también los chícharos con los que experimentó llegaron
a tener su lugar en la historia. Gracias a él comenzó a entenderse el parecido de los hijos con sus padres.

Mendel postuló que en cada organismo existen factores —a los que llamó "discretos"— que regulan la aparición de una cierta característica (en sus chícharos, por ejemplo, semillas arrugadas o semillas lisas y redondas). También halló que estos factores vienen en pares y que algunos son dominantes y otros recesivos. Descubrió que la herencia genética tiene reglas, y que los factores discretos (que son lo que ahora conocemos como genes) son los responsables de que los rasgos se hereden. Reconoció, además, que en la herencia de características de una generación a otra existe un patrón matemático. Su trabajo Experimentos de hibridación en plantas se publicó en 1865, pero comenzó a ser apreciado hasta 1900, 16 años después de su muerte.

Secretos de familia

Por siglos se creyó en la generación espontánea, es decir, que la vida podía generarse a partir de materia inanimada, hasta que a mediados del siglo XIX se abrió camino la idea de que toda forma de vida proviene de otra preexistente mediante un proceso de reproducción. Si las células son las unidades fundamentales de la vida, entonces ellas debían poseer también algún mecanismo reproductivo.

Dos siglos antes, en 1665, el inglés Robert Hooke diseñó un microscopio que contaba con un sistema de iluminación integrada, y con él realizó observaciones de organismos como insectos, esponjas, foraminíferos y de plumas de aves. Pero fue cuando observaba unos cortes muy finos de corcho que hizo un hallazgo asombroso: el tejido vegetal estaba compuesto de pequeños compartimentos o celdas (cells en inglés). Al seguir estudiando, encontró estas mismas estructuras en tejidos de plantas y madera. Había descubierto las células vegetales.

A finales del siglo XIX, el alemán Theodor Schwann probó la existencia de las células animales y que éstas eran el equivalente morfológico y fisiológico de las células de las plantas. Ahora ya se sabía que los seres vivos —animales y vegetales— estaban constituidos por células.

La comprensión inicial de la reproducción de la célula se debió a las meticulosas observaciones del prusiano Walther Flemming, un anatomista que en 1882 descubrió una sustancia a la que llamó cromatina. Se dio cuenta que durante la división celular esta sustancia formaba estructuras parecidas a cordones, a los cuales se llamó posteriormente cromosomas. Lo que actualmente se sabe acerca de la división celular (y el movimiento de los cromosomas durante este proceso) lo explicó y publicó Flemming en 1882: los cromosomas se duplicaban antes de la división y se resolvía así el problema de la repartición del paquete de los secretos de familia entre la célula madre y la hija.

La determinación del género

A principios del siglo XX se observó una forma de división celular denominada meiosis o reproducción sexual. En la mitosis, o reproducción asexual, los cromosomas del progenitor se duplican y pasan a formar el material genético de su descendientes, por lo que éstos serán idénticos a sus padres, ya que son una copia exacta de ellos. En la meiosis, un progenitor da la mitad del material genético y el otro progenitor la otra mitad. El nuevo individuo será diferente a ambos progenitores, ya que es el resultado de una nueva combinación genética. Se detectaron dos cromosomas, denominados X y Y, que son los responsables de determinar el sexo. En la reproducción sexual, el descendiente proviene de la unión de dos células sexuales especializadas, el óvulo femenino y el espermatozoide masculino. Dos cromosomas X producen un individuo de sexo femenino; un X y un Y producen uno masculino. El alemán Theodor Boveri y el estadounidense Walter Sutton describieron el proceso de la meiosis, y mostraron que si bien los cromosomas pueden parecer similares, poseen cualidades hereditarias distintas y específicas. El nombre de "genética" dado al estudio de la transmisión de rasgos hereditarios se debió al inglés William Bateson, quien tradujo a Mendel al inglés en 1902. Un destacado seguidor de Bateson, Thomas Hunt Morgan, inició, con sus colaboradores de la Universidad de Columbia, la era moderna de la genética al demostrar las bases físicas de la herencia. En 1911 realizaron experimentos con Drosophila, la mosca de la fruta, y demostraron que los cromosomas contienen los genes. Para que Morgan y su grupo pudieran interpretar los primeros resultados genéticos en Drosophila, contaron con el invaluable trabajo de su alumna, una de las primeras biólogas de la historia, la estadounidense Nettie Maria Stevens, quien desarrolló la idea de la determinación sexual por cromosomas. Lo propio hizo por separado el suizo Edmund Beecher Wilson.

La evolución comienza con la herencia

En los intrincados vericuetos de la construcción del conocimiento de la genética no podía faltar el no menos intrincado y polémico Origen de las especies, de Charles Darwin, publicado en 1859, libro que se agotó el mismo día de su publicación y causó una verdadera revolución intelectual en su época. Hasta la aparición de este libro, la diversidad biológica se explicaba en la historia de la creación del "Génesis" de la Biblia, y se le atribuía un origen divino. La teoría de la evolución desarrollada por Darwin se basaba en la selección natural de los más aptos: las nuevas variaciones de rasgos que tienen lugar espontáneamente pueden hacer que un organismo sea más competitivo en su lucha por la supervivencia. Una nueva disciplina llamada "evolución experimental" surgió al iniciarse el siglo XX, con la meta de recrear la evolución en experimentos controlados con plantas de cultivo y animales. Pronto quedó claro que las mutaciones (cambios heredables en un gen) son una fuente de variación y la genética mendeliana ofreció un método estadístico para analizar la herencia de las nuevas mutaciones. El primero en conectar un padecimiento humano con las leyes de la herencia de Mendel fue el inglés Archibald Garrod, hijo de un físico. En 1902 publicó un libro donde daba cuenta de un caso de herencia mendeliana de la alcaptonuria en humanos, enfermedad debida a un defecto bioquímico y que se manifiesta en alteraciones en la composición de la orina. Garrod definió la alcaptonuria y otras enfermedades —entre ellas la cistinuria, la pentosuria y el albinismo— como "errores innatos del metabolismo". En 1869, el médico suizo Friedrich Miescher inició experimentos sobre la composición química del núcleo celular, el cual hasta entonces despertaba muy poco interés entre los investigadores. Usando un ácido, Miescher desintegró células de pus que había colectado de un hospital cercano y en los restos celulares aisló una sustancia que contenía nitrógeno y fósforo. En ese tiempo, la única sustancia biológica conocida que contenía estos elementos era la lecitina. Lo que Miescher encontró en la pus parecía provenir del núcleo de la célula, por eso lo llamó nucleína. Posteriormente se sabría que lo que este médico había descubierto era nada menos que el ácido desoxirribonucleico (ADN), casi al mismo tiempo que Mendel y Darwin publicaron sus trabajos. Sin embargo, durante los primeros años del siglo XX se consideraba que las proteínas eran los mejores candidatos para transmitir las grandes cantidades de información hereditaria de generación a generación.

Los genes están hechos de ADN

Entre las décadas de los años veinte y cuarenta, los experimentos mostraron que un cultivo de bacterias vivas inofensivas puede convertirse en infeccioso si se mezcla con un filtrado de bacterias patógenas muertas. Las bacterias muertas suministran alguna sustancia química que transforma a las bacterias inocuas en infecciosas. Este "principio de transformación" parecía ser un gen. La idea propuesta por el estadounidense George Beadle de que a cada gen corresponde una enzima, y perfeccionada por Edward Tatum (cada gen corresponde a una proteína) dieron las bases al equipo de Oswald Avery, Colin MacLeod y Maclyn McCarthy para realizar experimentos y llegar a la conclusión, en 1944, de que el "principio transformador" es el ácido desoxirribonucleico y, por extensión, que los genes están hechos de ADN. Muchos investigadores fueron reacios a aceptar que es el ADN, no las proteínas, la molécula genética.

Ya en el siglo XVII un científico holandés, Antony van Leeuwenhoek, con la ayuda del microscopio, había probado la existencia de células simples, "pequeños animales" a las que después catalogaron como bacterias y protozoarios. No obstante, se debatió acerca de si las bacterias tenían genes, y qué atributos podrían compartir con formas de vida más complejas. En la década de los cuarenta se descubrió que las bacterias presentan algo parecido al sexo: durante el proceso llamado conjugación, los genes se intercambian a través de un canal de apareamiento que enlaza a dos bacterias.

El microscopio electrónico mostró que los virus que infectan bacterias presentan un proceso similar: un virus ataca a una bacteria y le inocula sus genes a través de una especie de jeringa. En 1952, el estadounidense Alfred Day Hershey y su asistente Martha Chase, demostraron que basta el ADN del virus, sin ninguna proteína, para permitir la reproducción de nuevos virus dentro de la célula infectada. Este estudio confirmó los experimentos realizados antes por Avery sobre la composición del material genético (ADN), y demostró que tanto los virus como las bacterias pueden usarse como modelos de estudio en genética.

Una escalera, la clave

En 1935, una jovencita, hija de un profesor de secundaria, se graduó de una escuela para mujeres y luego ingresó a la Asociación Británica para Investigaciones del Carbón. Posteriormente, en el Laboratorio Central de Servicios Químicos del Estado francés aprendió las novedosas técnicas de difracción de rayos X. En 1951 le ofrecieron una beca para el King's College, en Londres, donde fue adscrita a la unidad de cristalografía de rayos X, en la que Maurice Wilkins estudiaba la estructura de la molécula del ADN. Rosalind Franklin, como se llamaba esta chica, llegó al Colegio cuando Wilkins estaba de viaje y al volver éste, supuso que Rosalind era su asistente y no su colega. Esto dio lugar a que, de entrada, su relación no fuera buena.

Entre 1951 y 1953 el zoólogo estadounidense James Watson y el físico inglés Francis Crick se unieron en la Universidad de Cambridge, para trabajar en la posible estructura tridimensional del ADN. Por su parte, Rosalind Franklin y el estudiante Raymond Gosling obtuvieron, con difracción de rayos X, dos juegos de fotografías de alta resolución de fibras de ADN cristalizado. Rosalind dedujo que el ADN formaba hebras, y que los fosfatos que contenía se hallaban en el exterior de una estructura helicoidal. Franklin presentó su trabajo en una conferencia en el King's College, a la que asistió Watson, quien no le prestó mucha atención. No obstante, Wilkins mostró luego a Watson y a Crick los datos de rayos X obtenidos por Rosalind. Estos datos confirmaron la sospecha sobre la estructura que ellos habían supuesto para el ADN: una doble hélice semejante a una escalera de caracol. Franklin y Wilkins publicaron el trabajo en la revista Nature en 1953, en el mismo número donde Watson y Crick publicaron su famoso artículo sobre la estructura del ADN. Así, la carrera por determinar cómo se mantienen juntas las piezas del ADN en una estructura tridimensional fue ganada por James Watson y Francis Crick.

Trabajos recientes habían mostrado que el ADN estaba construido por "ladrillos" llamados nucleótidos, consistentes en el azúcar desoxirribosa, un grupo fosfato y una de cuatro bases nitrogenadas: adenina (A), timina (T), guanina (G) y citosina (C). Watson y Crick demostraron que moléculas alternadas de desoxirribosa y fosfato forman los barandales de la escalera de caracol del ADN y los peldaños son pares complementarios de bases nitrogenadas, A siempre emparejada con T, y G siempre emparejada con C. Gracias a este emparejamiento obligatorio AT y GC, Watson y Crick pudieron explicar la duplicación del ADN, proponiendo que una de las dos hebras de la molécula sirve de molde para reconstruir la otra mitad. Habían descubierto la estructura molecular del ADN y, con ello, la clave de la herencia. Watson y Crick recibieron el premio Nobel de Fisiología en 1962. Rosalind Franklin había muerto de cáncer tres años antes y el premio no se otorga de forma póstuma, por lo que poca gente conoce sus aportaciones. La mesa estaba puesta para que dos comensales degustaran el gran platillo del éxito, sazonado y pacientemente guisado desde mediados del siglo XIX por meticulosos cocineros.

* Rolando Ísita Tornell es doctor en ciencias de la información por la Universidad Complutense de Madrid. Desde hace varios años se dedica a la divulgación de la ciencia. Actualmente es jefe del Departamento de Radio de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, de la UNAM.
 
Publicado en http://www.comoves.unam.mx/ abril 2012 

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