MENU Etiquetas

sábado, 16 de junio de 2012

La disputa por Wirakuta

Carlos Acuña
carlosac@m-x.com.mx
@esecarlo

I
Wirikuta, San Luis Potosí.- Marciano Carrillo siente cómo, de tan flaco que ya está, sus costillas se le clavan en la piel. Entre vómitos y diarreas, el cuerpo se le ha ido afilando, preso de una enfermedad desconocida. Ya ni siquiera puede dormir; la noche se le va en dar vueltas sobre el petate, con los ojos pelados, sudando. La luz del amanecer lo alcanza fatigado, como si le hubieran extraído las ganas de vivir.

La vida es dura en la comunidad de Santa Catarina. Ubicada en el municipio de Mexquitic, Jalisco. Este pequeño poblado wixárica vive aislado y carece de toda vía de comunicación con el mundo. Hay que sudar sin descanso para sacarle cualquier fruto a la tierra, para no malograr el maíz y evitar que el frijol se llene de gorgojos. Pero Marciano ya no puede trabajar.

Cada día que pasa es un kilo que pierde. Hasta comer híkuri, el sagrado peyote, le hace daño. Se queda tieso, se vuelve loco.

Desesperado, decide pedir auxilio al marakame, el chamán de la comunidad. –Tamatz Kayaumari, el Abuelo Venado, está enojado contigo

–diagnostica el anciano después de varios días de rezos y cantos alrededor de una hoguera. Sus ojos son dos líneas apenas distinguibles entre la maraña de arrugas de su rostro–.

Dice que obras mal, que andas enredado en faldas de mujeres. Tamatz Kayaumari te golpea por dentro, te está castigando porque ve que no andas derecho.

–Yo no sabía qué pensar –cuenta ahora Marciano, casi 10 años después de haber escuchado las palabras del chamán.

Habla casi sin gesticular, intentando ser preciso con el uso del español. Actualmente tiene 31 años, una mujer, cuatro hijos–.

La mera verdad lo que a veces decían los marakate me parecían nomás cuentos, fantasías, como dicen ustedes.

Para remediar el mal, el marakame envió a Marciano a realizar ofrendas y ayuno en cada uno de los centros sagrados, ubicados en cada uno de los cinco puntos cardinales; dejando para el último el oriente, el lugar donde nace el Sol, Wirikuta.

A pesar de sus dudas, Marciano cumplió su encomienda. Después de seis meses sólo le restaba viajar a San Luis Potosí para entregar la última ofrenda. Todavía sentía flaquear sus piernas cuando subió a pie por el Cerro del Quemado, la montaña más alta de la Sierra de Catorce, allí donde Wirikuta empieza y también termina.

Una vez en la cima, Marciano miró a su alrededor. Abajo, todo el altiplano potosino lo miraba. Sintió vibrar la tierra. La planicie de Wirikuta, un mar inmóvil. Sólo entonces entendió que todos esos cuentos eran ciertos, que el sol y la tierra habían nacido allí, indudablemente. Y sintió el viento hinchar sus pulmones y al cielo como una enorme caricia sobre sus ojos.

Era la vida que volvía a él después de tanto tiempo de andar perdida.

–A eso venimos a Wirikuta: a sanarnos, a celebrar que estamosvivos –explica ahora Marciano, quien se ha establecido en Real de Catorce, un pequeño pueblo turístico enclavado en mitad de la sierra, a un par de kilómetros del Cerro del Quemado.

Viste con sombrero ranchero y una chamarra de mezclilla, pero un pantalón de manta y un morral bordado a la manera tradicional asoman por debajo de sus prendas mestizas. Durante años, Marciano ha visto cómo la tierra se ha ido degradando, ya por la explotación minera, ya por las industrias agrícolas, incluso por el turismo. Hoy, sin embargo, el peligro es mayor y lo sabe. Las concesiones mineras, entregadas a dos
empresas canadienses, amenazan su tierra más sagrada. Marciano sabe que hay jicareros y marakames haciendo todo lo posible por proteger esa sierra y ese planicie, que elevan cantos y rezos, que invocan a sus dioses, pero no deja de preguntarse si acaso el dinero del hombre blanco sea más poderoso que todos los rezos juntos.

–Yo no sé que pueda pasar si las minas destruyen aquí –reflexiona. Su mirada está quieta, expectante. Es difícil encontrar en él un rastro de tristeza. La congoja se dirige hacia dentro, concentrada en un dolor secreto–. Tal vez a ustedes, los mestizos, los tewari, no les pase nada. Pero nosotros nos vamos a enfermar, nos vamos a desaparecer todos. Porque la vida para nosotros está en este lugar, en ningún otro lugar está la vida.

II
Sin embargo, lo último que parece haber en este sitio es precisamente eso: vida. Conforme uno avanza, el terreno se vuelve cada vez más hostil a los ojos del visitante. Los nopales y los cactos despliegan sus espinas. Es una tierra dura. El mero hecho de existir es ya, por sí mismo, una proeza.

–¿Cómo se llama aquí, señor?

–Aquí es Refugio de Coronados.

–¿Cómo podemos llegar a Margaritas?

–Pues, ahí, túpanle derecho por la vereda, a ver si así llegan.

El hombre es como una aparición. De sus pestañas cuelgan pequeños grumos de tierra y sus manos están ajadas por el sol. Dice llamarse Teódulo Ortiz y que en otros tiempos fue campesino.

Hoy vive de acarrear agua, de vender las pocas cabras que le sobreviven a la sequía, de lo que sea. Su
voz es apenas un murmullo.

–Hace tres años que no nos llueve –dice, ajustándose el sombrero antes de caer de nuevo en el silencio. Sus ojos, hundidos en sus cuencas, buscan el cielo mientras con una mano se rasca las mejillas, cubiertas por una barba gris y escasa–. Y aunque nos lloviera, aquí con trabajos crece nada.

Refugio de Coronados es una población de no más de 10 familias. Es uno de los primeros poblado que uno atraviesa al llegar a Wirikuta, justo antes de Estación Catorce. Un puñado de casas de adobe, aparentemente en ruinas, conforma todo el lugar. Al centro, una cancha de basquetbol baldía hace que todo parezca aún más solitario. De vez en cuando, por alguna ventana, se escapa la risa de algún niño. 

Teódulo mira a su alrededor, chasquea los labios, suspira. –Aquí estamos cada vez más jodidos –se lamenta y señala sus pies, donde la tierra blanquísima se ha endurecido y se ha agrietado; raspa con una de sus botas hasta hacer un agujero de unos cinco centímetros de profundidad. Abajo, la tierra es ligeramente más rojiza y muy suave, como arena fina–. Esto blanco que ve usted aquí es pura lama que baja de las montañas, de las minas viejas. Ora sí que nos echa a perder la tierra; la envenena, pues.

Teódulo se refiere a las minas aledañas al pueblo de Real de Catorce, en plena sierra, en donde existen alrededor de 75 kilómetros de túneles perforados; algunos atraviesan las montañas de un lado a otro, comunicando distintos poblados entre sí. Algunas de ellas son como un enorme queso gruyer. Hace cuatro años, la empresa canadiense First Majestic Silver pagó tres millones de dólares al gobierno federal por 22 concesiones que comprenden 6 mil 326 hectáreas, de las cuales al menos 70 por ciento se ubican dentro de Wirikuta.

First Majestic Silver ha iniciado labores de exploración en la mina de Santa Ana, ubicada en la comunidad de La Luz, cerrada hace más de 20 años y en donde en 1981 se instaló la segunda planta de cianuración en el mundo, responsable de muchos de los problemas ambientales que han impactado a la zona.

Las intenciones de la compañía canadiense y de su subsidiaria mexicana, Real Bonanza, son explotar el oro y la plata subyacente en la veta madre que atraviesa 20 kilómetros de la Sierra de Catorce hasta la vena de San Agustín, a menos de mil metros del Cerro Grande, uno de los puntos principales de Wirikuta y sitio repleto de mantos acuíferos que serían afectados directamente por la excavación minera.

La First Majestic Silver ha sacado ventaja de su estadía en el país. Sólo en 2011 extrajo de las entrañas mexicanas ocho millones de onzas de plata pura, lo que le ha alcanzado para colocarse en las posiciones más altas de los productores mundiales de ese metal. Por supuesto, eso ha influido para que su valor en la bolsa de valores sea de mil 800 millones de dólares.

El aire no conoce de cifras y ruge. Por momentos las palabras de Teódulo se pierden detrás del estruendo del viento.

–Imagínense, dicen que van a volver a abrir las minas. Y pior, que quieren abrir otras aquí abajo, en el altiplano…

Teódulo calla; un graznido de pájaro lo interrumpe. Lo busca con la mirada, vuelve a chasquear los labios al no encontrarlo.

–Pero esas gentes no son de aquí y se piensan llevar todo. Y nosotros nomás de oquis; nos dan un cualquier, se van y nos dejan más jodidos que antes. Yo les digo a todos: “Negociemos pues, por lo menos saquemos un buen beneficio”, pero ni siquiera sabemos hacer eso. Teófilo calla, escupe en la tierra y escucha como el pájaro grazna de nuevo, ahora más cerca.

III

Atardece. El azul del cielo se esfuma. A lo lejos, la Sierra de Catorce aparece como un enorme telón de fondo, imponente. A veces el viento deja de soplar en Wirikuta; sólo entonces uno nota el silencio. Un silencio que sale de todas partes y que cubre el desierto entero. En el altiplano, uno habla y el aire queda intacto, como si la propia voz viniera de muy lejos.

Hemos viajado kilómetros para llegar a esta sucesión de páramos y montañas desolados, en donde la miseria azota a propios y extraños. Venimos a recorrer el lugar donde dicen que el universo se formó, a ser temporalmente parte de sus contradicciones.

Unos minutos de caminata bastan para crear la ilusión de visitar un paisaje abisal. Hay algo de marítimo en las lechuguillas, clavellinas y en la gran cantidad de cactos que brotan de la tierra, siempre con formas inesperadas para el desconocido.

Casi imperceptiblemente, el desierto se llena de colores brillantes. A pesar de la aridez, los cactos encuentran la forma para teñirse de rojo, de amarillo. Aparece entonces un elemento inesperado que pocos parecen tomar en cuenta al hablar de Wirikuta: la belleza. Esa belleza escondida del desierto, muy parecida a las espinas que florecen en las biznagas de repente, y sin aviso, una vez al año.

Cada montículo parece albergar una vegetación distinta. La carretera atraviesa bosques de cactáceas, huizaches y mezquites que sobreviven, frondosos de espinas verdes y hojas duras. Poco a poco las yucas, esas palmas que crecen una sobre otra, adoptando formas humanoides, se apoderan del paisaje. El último  rayo del día las golpea por un instante. Entonces el desierto lanza miles de destellos hacia el cielo. Es como si un ejército vegetal se hubiera levantado en armas, listo para defenderse a sí mismo.

IV

En La Cardoncita las vacas mueren por montones a un lado del camino, con las ubres secas y los cuernos rotos. Los coyotes llegan en la noche, buscando sin éxito un poco de carne entre los cadáveres y los huesos. Los caballos son apenas un colgajo de esqueletos cubiertos con un poco de cuero y las cabras buscan, inútilmente, un rastro de hierba comestible entre las espinas del desierto.

Don Lupe se recarga en un pirul. Sonriente, observa un juego de voleibol entre los jóvenes del lugar. Don Lupe es uno de los ejidatarios de La Cardoncita, un poblado pequeño, muy cercano a los puntos donde otra de las compañías canadienses, la Revolution Resources Corp, dedicada principalmente a la búsqueda de oro en Estados Unidos y México, ha instalado al menos cinco puntos de exploración.

–¿A qué se dedica, Don Lupe?

–¿Pos no ve que estoy sosteniendo este árbol? No se le vaya a caer a alguien encima –bromea. En Cardoncita casi nadie tiene trabajo. Todos esperan a que el invierno pase y las tomateras vuelvan a contratar gente en marzo. Mientras, viajan a otras ciudades o esperan a que el tedio pase pronto, recargados en los pórticos de sus casas.

–Aquí estamos todos muertos –cuenta Lupe Gutiérrez. Por debajo de su sombrero ranchero, asoma una melena gris que le cubre una parte del cuello–. No hay jale, ni pa’ comprarles rastrojo. Se mueren de sed también, las presas se están vaciando. Hay que malbaratarlos a gente de otros lares, donde pasen menos hambre. Sólo las sombras parecen engordar conforme el sol baja por el cielo. Los ancianos viajan en carretas acarreando la poca agua que queda en la presa, líquido enlodado y sucio que sólo sirve para dar de beber al ganado. Los niños revolotean por todos lados. En La Cardoncita al menos la mitad de la población
es infantil. Uno oye sus pequeños pasos cuando cruzan corriendo una calle o cuando sus risas salen de cualquier rincón. Al voltear, sin embargo, los niños desaparecen. No se atreven a mostrarse, miran a los visitantes desde su escondite detrás de una nopalera o desde los corrales vacíos. Pasan corriendo a espaldas de uno como si jugaran a las escondidas.

–¿Usted nos puede llevar a la mina, don Lupe?

–Yo puedo. Ora sí que depende pa’ qué quieran ir. Si vienen de revoltosos, a quitarnos el trabajo, pos no. Yo no los llevo.

En La Cardoncita, la noticia de que es posible que una mina se abra en las cercanías ha traído esperanzas a la gente. Ya no tendrán que viajar hora y media hasta las tomateras de Estación Catorce y Cedral, ni trasladarse a otras ciudades a conseguir un jale que les permita alimentar a sus familias, sus animales y sus tierras. En este sitio, dicen, una mina sería una bendición.

–Por a’i dicen que los huicholes andan protestando por este trote de la mina. Pero, luego yo pienso: ellos ni siquiera viven aquí, nomás hacen su alboroto y luego se regresan pa’ su tierra.

Don Lupe termina de un trago su cerveza, la aprieta y la lanza lejos. No importa cuántas cervezas se tome, el calor nunca se va.

 –Si los huicholes no quieren mina, entonces que nos den trabajo ellos. Nosotros lo que queremos es eso: trabajo.

En la mina o en lo que sea. Si no van a ayudarnos en algo, entonces mejor que no nos estorben.

A primera hora de la mañana, el desierto se estremece. Decenas de camionetas cuatro por cuatro se detienen a cargar combustible en Estación Catorce, la localidad más grande en los alrededores. Los motores rugen mientras los vehículos emprenden su marcha rumbo al monte, al suroeste de la sierra,
dejando un olor a gasolina en el aire.

Conducidos por hombres rubios y corpulentos, los vehículos avanzan sin problema. El camino ha sido marcado con pequeños listones naranjas para guiarse en ese laberinto de terracería cada vez más desgastado por el rodar de las llantas. De vez en cuando, se cruzan con diminutas ancianas que deambulan
por el desierto, cargadas con pequeños atados de leña.

Las camionetas aparcan en las minas antiguas que circundan la Presa de Santa Gertrudis, una pequeña ranchería en las inmediaciones del municipio de Charcas. Ahí, Minera Golondrina y Minera Cascabel, dos filiales de la empresa canadiense Revolution Resources Corp, han iniciado durante el último mes perforaciones de exploración, algunas de ellas a más de 7 mil metros de profundidad, muchas en plena reserva ecológica.

La empresa Revolution Resources centra sus actividades principalmente en Carolina del Norte. En el año 2009, sin embargo, obtuvo las cuatro concesiones mineras de Lake Shore Gold de México. Las concesiones abarcan un total de 400 mil hectáreas –aproximadamente la misma extensión que tiene el estado de Tlaxcala–, de las cuales el Proyecto Universo agrupa al menos 350 mil hectáreas, la gran mayoría dentro de Wirikuta,entre los municipios de Catorce y Charcas.

A un costado de la antigua mina Cinco Estrellas, un yacimiento que todavía es explotado en pequeña escala, Minera Cascabel ha instalado una pequeña base de operaciones en donde extrae muestras del subsuelo que más tarde serán estudiadas para revisar la cantidad de mineral.

Apenas se llega al lugar, los trabajadores impiden la toma de fotografías. Detrás de una valla de alambres, la máquina barrenadora hace un ruido estridente mientras extrae la roca líquida del subsuelo.

Un hombre vacía las muestras en innumerables recipientes que de inmediato son numerados y clasificados en una mesa.

–La mayoría de la gente que se opone a la minería lo hace por ignorancia, más que por otra cosa –opina uno de los ingenieros geólogos que trabajan en el lugar. Un marcado acento norteño impregna todas sus palabras. El cabello blanco y la cara enrojecida relucen bajo la luz amarillenta que alumbra el cuarto–. 

No saben que su vida se ha enriquecido por la minería, ni conocen los métodos actuales de explotación cada vez menos contaminantes y extremadamente precisos.

El hombre trabaja junto a otros dos ingenieros en un pequeño cuarto sin ventanas, iluminado apenas por un par de bombillas. Rodeados de computadoras portátiles y mapas de los alrededores, dicen laborar bajo un contrato de alta confidencialidad con Revolution Resources, por lo que piden que sus nombres no sean publicados.

–La gente nos ve siempre como los villanos que llegan a contaminar y hacer agujeros en la tierra –dice otro de ellos. Unos lentes de media luna cubren sus ojos grises. Las arrugas aprietan su frente y sus manos pocas veces se despegan del teclado de su computadora–.

Pero no es así. La minería forma parte de nuestra historia. Pensemos que la mejor época que tuvo México fue gracias al auge de la explotación minera. El mismo Real de Catorce, un pueblo hermosísimo, no existiría sin la actividad minera que se gestó a su alrededor.

Su discurso apela al progreso y a la generación de empleos en un sitio donde el hambre pega parejo y donde la mayoría de los hombres migran a ciudades como Monterrey o a Texas. Aseguran que gracias a los empleos ofrecidos por la minería, los jóvenes pueden alejarse de actividades delictivas.

Además, resaltan la responsabilidad social de los inversionistas, preocupados ahora por el medio ambiente, la seguridad de sus trabajadores y, principalmente, las leyes del país donde sea que se encuentren trabajando. No paran de hablar de desarrollo económico, de accionistas, de la bolsa de valores.

–Siempre dicen que cuando una minera perfora, los mantos acuíferos se vacían. ¡Qué tontería!

–exclama el hombre de la cara roja. Al igual que todos los norteños, su voz se exalta a la menor provocación–.

Las corrientes subterráneas se desvían todo el tiempo por el movimiento natural de la tierra. Aquí no hay dioses, aquí sólo hay leyes naturales y nosotros las conocemos mejor que nadie.

Los geólogos dicen no estar enterados a profundidad del problema en torno al territorio wixárica,
tampoco de la reserva natural en que están ubicados.

La verdad, confiesan más tarde, es que tampoco están autorizados para hablar al respecto. Ellos simplemente fueron contratados para hacer los análisis de suelo en las inmediaciones. Sin embargo, las protestas de los ambientalistas les parecen una necedad.

–Si los inversionistas ponen su dinero en las exploraciones y encuentran mineral, las minas se van a abrir, de eso no cabe duda –replica el hombre de los lentes de media luna–.

 Ningún empresario invierte dinero para ver cómo se pierde. Si hay recurso, la mina se abre. Punto.

–¿Aun a pesar de las leyes ambientales?

–Nunca. Siempre hay un camino para hacer las cosas. Nosotros no vemos problemas, sino casos que deben resolverse mediante el diálogo y la negociación.

Para eso, dicen trabajar codo a codo con ecólogos especialistas, que recorren la zona para informarse acerca de las especies vegetales y animales, intentando causar el menor impacto dentro del territorio. Al finalizar la actividad minera, la empresa se compromete a reforestar la zona afectada. Ningún cálculo parece escapar del plan de negocios de la empresa, toda reacción está prevista.

Su contrato de alta confidencialidad les impide hablar sobre temas delicados, como la cuestión de Wirikuta o los procesos que se usarían para la extracción y separación del mineral: si se usaría cianuro o si la mina operará a tajo abierto. Sin embargo, reconocen sentirse frustrados porque sean las empresas extranjeras las que exploten la mayoría de minerales del país.

–Siempre ha sido así. Cuando no eran los canadienses, eran los franceses –dice el hombre de la cara roja. Oriundo de Santa Rosalía, una pequeña ciudad de Baja California Sur, el ingeniero geólogo nació en un pueblo enriquecido por la minería de finales del siglo antepasado–.

El problema es que en México hay talento pero las instituciones están para llorar. Los responsables de los proyectos mineros nunca tienen el conocimiento necesario para impulsar la industria, pues son gente impuesta por compadrazgos. No es malinchismo, pero es imposible crear una industria minera nacional con las políticas actuales.

VI

Una camioneta llena de lucecitas parpadeantes atraviesa el desierto. Es imposible no verla cruzar de un lado a otro. De Matehuala a Cedral, de Cedral a Wadley, de Wadley a EstaciónCatorce. El conductor es Francisco Segovia, un empresario agrícola que transporta las cosechas de tomates a las bodegas y distribuidoras del municipio. Su obsesión por las luces con las que adorna su vehículo le ha ganado el apodo de “El Poca Luz”, así que decidió bautizar a su empresa como Productora Poca Luz SA.

Desde la carretera uno puede avistar los enormes invernaderos instalados en la zona para la producción masiva de tomates, un vegetal que sería imposible cultivar de manera natural en los alrededores.

La familia Segovia y la familia Zamarripa son las dueñas de las cuatro tomateras más grandes de los municipios de Catorce y Cedral. Sus empresas han sido motivo de fuertes polémicas entre los pobladores debido a las condiciones que ofrecen a los trabajadores, aprovechando la gran necesidad de empleo que existe en la zona, así como por las posibles violaciones a la reserva natural de Wirikuta, en la que algunos de los invernaderos están asentados.

Las condiciones de contratación remiten a las épocas porfirianas: pago de 110 pesos al día por jornadas de 10 horas o más, cero prestaciones, ni seguridad social, ni aportaciones para el retiro, ni nada, además de la continua exposición a productos químicos y fertilizantes, cuyos dañinos efectos sobre la salud
han quedado comprobados desde hace décadas.

A unos minutos de Estación Catorce, un nuevo invernadero ha sido abierto apenas hace un año. Se trata de un inmenso monstruo en donde miles de varillas han sido levantadas en una tierra previamente limpiada de cualquier tipo de vegetación. Compuesto de cinco naves, cada una de 60 hectáreas de extensión, pertenece a la tomatera Poca Luz. Cada invernadero es edificado por constructoras españolas, con un sistema de riego por goteo y una serie de procedimientos químicos para que el tomate crezca en una tierra no apta para el tomate.

–El sistema de riego por goteo nos permite aprovechar el agua minuciosamente –detalla uno de los encargados del lugar, un español proveniente de Almería, quien después de construir el invernadero,
decidió quedarse en México para impulsar la industria agrícola en la región–. ¡Qué maravilla!
Aquí no se desperdicia ni una gota.

Una de las bodegas anexas al invernadero, allí donde las mujeres empacan los tomates en las estibadoras, ha sido clausurada por la Procuraduría Federal de Protección Ambiental, por violentar las leyes. El español no sabe realmente cuáles fueron las razones por las que la bodega fue cerrada. Asegura no entender mucho sobre el tema.

–Dicen que es zona protegida por ese asunto de los huicholes. Pero aquí no perjudicamos al medio ambiente. Al contrario, se trata de agricultura, colaboramos con él. No entiendo qué daño estamos haciendo si aquí no crece nada, es pleno desierto.


Sin embargo, además del daño irreversible que genera el uso de pesticidas y fertilizantes, así como la sobreexplotación de la tierra con un producto imposible de cultivar en condiciones naturales, las tomateras de la región han sido acusadas por muchos sectores de la población de bombardear el cielo con yoduro de plata para disipar las nubes de lluvia, pues el exceso de agua puede malograr toda una cosecha de tomates.

El yoduro de plata es un químico usado principalmente por China e Israel para efectos de control del clima. Tanto para la siembra de nubes lluviosas como para disolverlas o alejarlas. A pesar de los estudios que existen sobre el tema, los científicos aún no están seguros de su eficacia, aunque todos coinciden en sus terribles consecuencias para el medio ambiente.

Algunos de los pobladores atribuyen la sequía, cada vez más marcada en esta zona, a este tipo de métodos.

–Esos son puros mitos –contesta el español, con un gesto de burla–. Si se pudieran disolver las nubes con químicos, dime ¿cuántos desastres ecológicos no se podrían evitar? Nosotros no hacemos eso.

VII
El teléfono de Eduardo Guzmán no para de sonar. Cada cinco minutos alguien, en algún rincón del planeta, intenta localizar a este hombre enclavado en mitad del desierto potosino, en la localidad de Las Margaritas, un sitio donde tal vez vivan más cabras que personas.

Eduardo llegó al desierto hace más de 15 años como trabajador comunitario del Instituto Nacional Indigenista. Realizó proyectos con todos los habitantes de la sierra baja, inauguró el programa de agua potable, además de diversos programas de educación básica para los niños de la zona. Después, ya nunca salió del desierto; conoció a su mujer, se casó, tuvo hijos y se estableció en Las Margaritas, un ejido de apenas 7 mil 700 hectáreas.

A los cinco años de residir en el lugar, la gente de la comunidad lo nombró ejidatario en agradecimiento por su trabajo.

Hoy, la concesión minera del Proyecto Universo toca parte de su ejido en el Cerro del Bernalejo, un sitio sagrado para el pueblo wixárica. Según documentos de la misma Revolution Resources, se tienen altas posibilidades de que ahí existan yacimientos de oro, plata y cobre; sin embargo, para poder iniciar cualquier tipo de exploraciones, se necesita de la aprobación de los ejidatarios. La respuesta de Eduardo ha sido una rotunda negativa.

–Durante los últimos cinco siglos hemos dependido de la extracción de mineral. Eso es innegable –dice mientras prepara la comida de sus hijas, que pronto llegarán de la escuela. Su casa es como una cocina enorme.
 De las paredes de adobe cuelgan sartenes por todos lados, un gran estante alberga frascos con especias de todo tipo. Afuera, tres perros corretean alrededor de una huerta desierta–.

Este es un buen momento para reflexionar sobre qué somos como civilización; debemos aprender de las consecuencias que este lugar ha sufrido con la minería. Es un lugar impactado, devastado en muchas zonas.

¿Por qué queremos repetir esa misma historia y acabar ya no sólo con un entorno natural, sino con toda una cultura?

Eduardo mantiene una buena relación con muchas de las comunidades wixárica que peregrinan hacía Wirikuta todos los años. Entiende su cosmovisión como una metáfora de los procesos cíclicos de la naturaleza.

–Yo estoy orgulloso de que en México exista un pueblo con esas características, que celebre la vida en todas sus dimensiones; un pueblo incapacitado para el olvido y que, sin tener ningún tipo de alfabeto, esté consciente de su historia y de su identidad.

Junto con otros habitantes de Real de Catorce y del altiplano, Eduardo forma parte del Frente de Defensa de Wirikuta, una organización que, desde una perspectiva ciudadana, promueve acciones de protesta y de difusión en contra de la invasión de las mineras en la reserva sagrada wixárica.

 Los miembros del frente creen que es posible crear un proyecto alternativo a las mineras mediante la creación de fuentes de trabajo, al convertir la zona de Wirikuta en un recinto no sólo sagrado sino ecológico y altamente productivo. Viveros de cactáceas, guardabosques que cuiden las reservas de peyote y las especies endémicas de la zona. Siembra y restauración de las zonas afectadas por las minas, extracción de miel de mezquite o de biznaga son algunas de sus propuestas para convertir esta zona en una gran reserva que pueda generar recursos.

–Si no hubiera otra fuente de empleo –argumenta, se rasca la barba tupida y señala con la mano hacia la sierra–, si en verdad no existiera otra manera de sobrevivir aquí en el desierto, yo mismo apoyaría que vaciaran los cerros. El problema es que sí hay alternativas. Y como muestra está el turismo, que durante mucho tiempo sostuvo a Real de Catorce pero que ahora, con todo el problema del crimen organizado, se está yendo a pique.

De pronto, alguien interrumpe la conversación. Balú, un enorme perro negro con pinta de lobo, propiedad de Eduardo, ha arrastrado una cabra muerta hasta su porche. Un hilo desangre le corre por todo el cuello. El can la mira con orgullo, quién sabe desde dónde la ha arrastrado.

–Esto ya tiene varios días de muerto –dice Eduardo y señala la barriga del animal, hinchada por la descomposición–.

Tal vez haya muerto de hambre o por la picadura de algún alacrán. Entre dos personas cargan el cadáver hacia la cabina de una camioneta. Las moscas ya han empezado con su trabajo.

VIII
Wirikuta fue declarada parte de la Red Mundial de Lugares Sagrados Naturales de la UNESCO en 1988 debido a su relevancia  cultural para la humanidad. Algunos años más tarde, el Fondo Mundial para la Naturaleza enlistó las más de 140 mil hectáreas de este sitio como uno de los ecosistemas de desierto con mayor biodiversidad en el planeta, por lo que en el año 2000 fue declarada Área Natural Protegida por el gobierno de San Luis Potosí.

Además, está registrada como un Área de Importancia para la Conservación de las Aves y es un punto de reunión para muchas especies endémicas y en peligro de extinción, como el águila real que aparece en la bandera mexicana. Por si fuera poco, Wirikuta está en lista de espera para convertirse en Patrimonio Cultural de la Humanidad.
|
Durante más de 20 años, Alfonso Valiente ha estudiado de tiempo completo cada uno de los desiertos de México. Actualmente es investigador en el Instituto de Ecología de la UNAM. En su opinión, el desierto de Chihuahua, del cual forma parte la reserva de Wirikuta, además de ser el desierto más grande de Norteamérica, es uno de los laboratorios biológicos más interesantes de todo el mundo.

Hasta la fecha, Valiente no conoce ningún ejemplo de una biosfera que no se haya visto mayormente afectada por la extracción de metal. El impacto ambiental de cualquier tipo de minería a gran escala, por muy modernos que sean sus métodos, es tan fatal como irreversible.

Aunque First Majestic Silver ha propuesto la instalación de una planta de tratamiento de aguas negras, misma que alimentaría la explotación minera, Valiente cree que eso no resuelve el problema del uso abusivo de grandes cantidades de agua, necesarias para la separación de los metales.

La Sierra de Catorce, explica, es una zona de alta porosidad llena de cuencas que permiten la acumulación de agua en depósitos subterráneos muy grandes, a veces a menos de 10 metros de profundidad. En esas condiciones, la infiltración de sustancias tóxicas y de metales pesados en los mantos acuíferos sería inevitable.

–Hay quien piensa que se exagera al hablar de la biodiversidad, al final de cuentas Wirikuta es un desierto.

–Para nada. Lo que pasa es que hay una gran miopía que no nos permite ver la riqueza enorme de este sitio. Cuando se habla de desierto, la gente se imagina dunas y arena. Nada más equivocado. Simplemente, de las 25 mil especies de plantas reportadas para México, al menos 9 mil crecen en el
desierto.

El desierto chihuahuense cuenta al menos con 4 mil especies de plantas. En la zona de Real de Catorce, por el hecho de tratarse de una serranía muy cerca de la zona mediterránea, la biodiversidad

explota de manera brutal. Muchas de estas especies crecen solamente en esta zona. Especies que además pueden traducirse en productos.

–¿Cómo cuáles?

–Muchísimos. Hay diferentes tipos de agave de los que se pueden extraer distintos tipos de licor, además de una gran cantidad de fibras; plantas que producen ceras usadas en la industria cosmética, con un alto valor agregado. Sólo en el altiplano mexicano existen 180 especies de nopales. Los japoneses compran a muy buen precio muchísimos productos del nopal….

–Entonces, ¿por qué no se aprovechan los recursos?

–Se aprovechan pero a un nivel muy artesanal. El problema es que no hay un proyecto nacional que genere conocimiento e industria a partir de los recursos nacionales. Todo está hecho de manera improvisada, sin conocer a fondo la gran riqueza de nuestro territorio. Queremos extraer metales del subsuelo sin saber que arriba hay mucha más riqueza que se está desaprovechando. Los pueblos indígenas tienen un conocimiento enorme, milenario, de cómo aprovechar esas plantas.

IX
Alrededor de una hoguera los wixaritari se confiesan públicamente. Tatewari, el Abuelo Fuego, los escucha en silencio. La luz de las llamas lame sus rostros, los reconoce. Es la ceremonia previa a la sagrada peregrinación a Wirikuta. Uno a uno los pecados confesados son comidos por el fuego. Si hicieron daño a alguien, si estuvieron con una mujer ajena, si robaron alguna ofrenda. Aquí todo se sabe. Si algún wixárica calla algo, la culpa le pesará en los pies, su cuerpo atraerá las espinas y el cansancio lo hará tropezar. Para poder participar en la peregrinación anual a Wirikuta, los wixaritari tienen que hacer servicio en su comunidad durante cinco años. No es cosa fácil. Durante ese tiempo renuncian a su trabajo y no perciben ingresos. El tipo de servicio es designado por el consejo de ancianos, los marakate.

Sólo después de ese tiempo, pueden emprender el viaje a la tierra sagrada de Wirikuta. Durante siete días atraviesan el desierto, desprendiéndose paso a paso del mundo cotidiano.

Se trata de recrear el camino de los dioses para darle cuerda al mundo y arreglar el tiempo, las lluvias, la enfermedad.

Al tercer día, se prende de nuevo una hoguera para confesar los pecados recordados en el camino. No hay manera de acallarlos. Las palabras escapan de las bocas, sin su permiso, como si el fuego les ordenara salir de las entrañas del pasado.

Jorge López ha realizado la peregrinación a Wirikuta en más de una ocasión. Hoy tiene 30 años y es el encargado de cuidar Cerro Quemado de los daños hechos por los turistas que se roban las ofrendas de jícaras y flechas sin conocer su significado ni sus consecuencias.

–Cuando llegas aquí, si fuiste verdadero y dijiste lo que tenías que decir durante la ceremonia, el híkuri te revela la raíz de todas las cosas –el cuerpo de Jorge se infla cuando habla del peyote. Sus ojos negros, antes tímidos y llenos de desconfianza, buscan nuestra mirada para compartir la emoción que las palabras nunca lograrán expresar–. 

El híkuri te dice quién eres tú, qué debes hacer. Qué es bueno y qué es malo. Cómo debes vivir tu vida. Toda la verdad se revela, como un libro que baja del cielo en donde están escritas todas las cosas, las que pasaron y las que pasarán.

Hace mucho tiempo que los wixaritari dejaron de creer en las promesas de los extranjeros: “Siempre hacen lo que se les da la gana, no valen leyes ni nada para ellos. Al final creen que con dinero lo componen todo”, dice Jorge sin ocultar su enfado hacia quienes pretenden profanar sus templos naturales. “Es como si a uno le quisieran sacar el corazón, los pulmones. Nos quieren dejar un lugar hueco, muerto”.

–Nosotros cuidamos este lugar desde hace muchos tiempos. Hay cosas que ustedes no saben, que ustedes no han estudiado. No conocen la importancia de este sitio. Pero un día vamos a soltar todo, vamos a dejar de cuidar lo que estamos cuidando –expresa Jorge y ve hacia la sierra.

Es extraño mirar a un wixárica hablar con enojo. Su rostrose petrifica con un gesto indescifrable y deja que sus ojos se claven en algún punto en la lejanía. Sólo su boca se mueve mientras su cara adquiere poco a poco la dureza de las rocas.

–Porque la mera verdad es que ya nos estamos cansando.

Un día nos vamos a dejar vencer. Nos vamos a ir y desaparecer. A ver si luego no se arrepienten. A ver si después pueden vivir encima de su dinero

No hay comentarios:

Publicar un comentario